Las leyendas y misterios que esconde Lekeitio entre sus calles

Lekeitio es un insigne estandarte de la esencia vasca. Sus calles laberínticas invitan a perderse, ya sea cuesta arriba o cuesta abajo. La isla de Garraitz, tan pomposa y engalanada, se muestra predispuesta a atraer a los turistas y enamorados desde la costa, siempre y cuando no haya marea alta. O los pequeños botes y lanchas incitan a un viaje por el pasado pesquero de los lekeitiarras y su eterna lucha contra las embravecidas aguas del mar Cantábrico.

A simple vista, el halo mágico y tradicional de Lekeitio parece haberse esfumado. Ya no hay suculentas ballenas que cazar o no llegan a sus costas invitados de alta alcurnia como la exiliada emperatriz Zita. Tampoco existen los privilegios particulares otorgados por el señorío de Vizcaya desde hace siglos ni motivos actuales para enfrentarse con sus grandes rivales, los vecinos de Ondarroa. Pero en su inconsciente colectivo, en sus raíces más asentadas, todavía persisten los viejos recuerdos del Lekeitio más tradicional. Un recuerdo imborrable que pervive en un patrimonio inmaterial dependiente única y exclusivamente de la palabra y el texto. Porque, a través de las leyendas y las historias más increíbles, se puede trazar lo que fue, lo que es y lo que será una de las grandes joyas de la costa del País Vasco.

La roca legendaria que recuerda al ‘aitita Makurra’

La playa de Isuntza, junto al vetusto puerto, es uno de los grandes atractivos de Lekeitio. Aun así, entre las decenas de bañistas que en verano se apiñan a lo largo del pequeño arenal, destaca uno sobre los demás. No es un ilustre vecino del municipio ni un veraneante que durante décadas disfruta de sus vacaciones en este rincón de Vizcaya: se trata, nada más y nada menos, que de una roca.

Pero la roca incrustada dentro de la playa de Isuntza tiene nombre como si fuera una persona auténtica. Es conocida de forma cariñosa como el «aitita Makurra«, debido a una curiosa leyenda que resiste a perderse con los avatares del tiempo.

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Roca del ‘aitita Makurra’, en la playa de Isuntza de Lekeitio

La leyenda cuenta que el mejor arponero de Lekeitio arribó a las costas de la localidad herido de gravedad al intentar cazar una ballena. A pesar de que el médico intentaba reanimar al malherido marinero, no conseguía dar con la tecla para devolverle la salud. Por ello, la desesperación y el nerviosismo comenzó a inundar al galeno, que veía cómo el arponero se estaba muriendo en sus brazos. Cuando estaba a punto de tirar la toalla, de repente, un hombre trajeado se presentó ante el abrumado doctor. Aquel enigmático caballero tenía un mensaje claro: «Yo puedo salvar la vida a tu paciente».

Para ello, el apuesto individuo aconsejó al médico que rápidamente acudiera a la cocina de la antigua Cofradía de Pescadores. Allí debía realizar un mejunje en una sartén conformado por aceite de oliva, miel y manteca. Una vez creada la mezcla, tenía que ser colocada en frío sobre la frente del malherido marinero. El doctor siguió los pasos del misterioso hombre y, cual milagro, el enfermo recobró la consciencia.

Tras la sobrenatural curación, aquel señor trajeado aseguró al médico que se convertiría en el único enfermero de todo Lekeitio y que viviría casi 100 años si miraba todos los días al tejado de su casa. Cuando en el mencionado tejado apareciera una planta llamada en euskera «horma-belarra» sería el momento en que este moriría. Porque aquel incógnito individuo que había surgido de la nada era «La Muerte» en persona.

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La ‘horma-belarra’, planta que anunciaría la muerte del médico de Lekeitio

El médico de Lekeitio no tuvo más remedio que aceptar lo que «La Muerte» le había dicho. Por ello, cuando cumplió 90 años, miró a su tejado como cada atardecer y vio la «horma-belarra» que anunciaba su fallecimiento. En ese mismo instante, el anciano galeno se despidió de su esposa y se dirigió a la playa de Isuntza donde estaba esperándole un viejo amigo con el que había coincidido años atrás: el mismo personaje trajeado que decía ser «La Parca».

El vivo retrato de «La Muerte» tocó al médico y tras el leve contacto, en vez de caer su cuerpo sobre la arena, se convirtió en una piedra, quedando en medio de la cala. Al día siguiente, cuando presenciaron los vecinos aquella roca que había aparecido en la playa de Isuntza, comprendieron que era el doctor que tantas veces les había curado. Por este motivo, el peñasco comenzó a ser llamado como «el aitita Makurra«. Antes era más grande y pronunciada, aunque con el paso del tiempo ha ido aminorando su tamaño. Pese a ello, el «aitita Makurra» no se ha movido de su sitio en las arenas de Isuntza, en recuerdo de aquel hombre que había tenido contacto directo como la mismísima «Muerte».

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Foto antigua del ‘aitita Makurra’ donde se puede ver que era más grande que en la actualidad

El diablo penitente de Lekeitio que dejó ‘sus huellas’

La leyenda del «aitita Makurra» tiene cierto toque romántico, nada comparable a la historia que vivió en sus propias carnes un atalayero de Lekeitio hace varios siglos, cuando la localidad vasca era un punto de paso de penitentes ensotanados que, en mitad de la noche, recorrían las calles autoflagelándose entre terribles lamentos de dolor.

Estos sombríos penitentes eran evitados por los lekeitiarras, debido a la estampa terrorífica que producían a medianoche. El único que aseguraba no tener miedo a estos peregrinos era Txili, el atalayero de Lekeitio, que se había acostumbrado a tan tétricas presencias al estar despierto en la noche para alumbrar a los pescadores que faenaban a altas horas de la madrugada. El propio atalayero solía fanfarronear en las tabernas de estas circunstancias ante sus amigos, que no entendían cómo aquellos penitentes no le causaban pavor. Llegó a asegurar que «podría aparecer el Diablo vestido de penitente» que no le tendría miedo. Frase de la que se arrepentiría durante esa noche.

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Atalaya desde donde Txili, protagonista de la leyenda, vigilaba el puerto de Lekeitio

Después de abandonar la taberna para dirigirse a su puesto de mando, Txili se topó de bruces con uno de esos incógnitos penitentes entre las brumas de la noche. Era de gran envergadura, e iba embozando bajo una gran capa que le cubría todo el rostro y le tapaba hasta los pies. Aquel individuo se cruzó en el camino del atalayero como si le estuviera esperando, como si el encuentro estuviera premeditado.

El penitente misterioso comenzó a hablar a Txili. Aseguró que se encaminaba al monte Oiz, al que tenía que llegar antes del amanecer. Ante la lejanía de la mencionada montaña, el atalayero aseguró que «ni el mismísimo Diablo sería capaz de llegar en lo que quedaba de noche hasta la cumbre del Oiz», a lo que el personaje que surgió de la nada afirmó que «solo necesitaba un buen acompañante» para llegar allí, mientras una leve carcajada se oyó bajo su capa. El lekeitiarra en un principio se negó a acompañarle, pero una frase del peregrino nocturno le hizo cambiar de idea al ir directo a su barco de flotación: «¿Acaso tienes miedo»?

Ambos comenzaron su ruta nocturna en dirección al monte Oiz. Primero pasaron por el arco de San Pedro, junto al puerto de Lekeitio, donde Txili se percató de que el penitente no se paró ante la imagen del santo. La pasividad del extraño ante el arco de San Pedro llamó la atención del atalayero. Una atención que iría aumentando sobremanera a medida que continuaban su periplo ante los ojos de la Luna.

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Arco de San Pedro, en Lekeitio

Cuando pasaron por delante de la ermita del Santo Cristo de la Piedad, el penitente ensotanado hizo caso omiso al templo religioso. Tampoco hizo un inciso en el camino para rendirle devoción. Ni tan siquiera se flageló en señal de arrepentimiento por las culpas que supuestamente estaba expiando. La extrañeza aumentaba más en Txili, aunque no se atrevía a articular palabra.

Lo mismo pasó cuando pasaron frente a la estatua de la Virgen que hay en la entrada de la Basílica de la Asunción de Nuestra Señora. Ni una sola reverencia ni oración por parte de aquel misterioso individuo enlutado. Situación que se volvió a repetir en el Humilladero de Atea, ya a las afueras de Lekeitio, donde pasó de largo sin prestar atención al pequeño Cristo del Portal. En esta parada, Txili, movido por la rareza, preguntó al desconocido por qué no realizaba actos de penitencia en los recintos sagrados por donde pasaban. Pero aquel sujeto sabía callar al orgulloso lekeitiarra: «¿Por qué preguntas? ¿Tienes miedo?».

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Portada de la Basílica de la Asunción de Nuestra Señora con una estatua de la Virgen, en Lekeitio

A pesar de lo altanero que solía ser Txili, las sospechas y el nerviosismo comenzaron a aflorar en su interior. Ya habían salido de Lekeitio e iban por Oleta, pero aquel enigmático penitente todavía no le había enseñado ni siquiera su rostro. Aunque le costaba reconocerlo, el temor comenzaba a apoderarse en las entrañas del atalayero.

Acompañados por el claro de la Luna, a la altura de Oibar, Txili sacó un rosario y comenzó a rezar para calmar el miedo que por momentos sentía en su interior. En ese momento, en un atisbo de valentía, decidió levantar la capa para revelar quién era su oscuro acompañante. Lo que vio no se le borraría de la retina jamás: el penitente tenía la cabeza de chivo, así como las manos y pies eran pezuñas de cabra. Este se dio cuenta que ese peregrino no era ni un penitente ni un flagelante, sino que era el mismísimo Diablo. Por ello, comenzó a correr desbocado hacia la ermita de Oibar, a la vez que el Diablo comenzó a perseguirlo riéndose y diciendo «Ahora tienes miedo».

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Ermita de Oibar en la que se refugió Txili del Diablo penitente de Lekeitio

En su huida, el vecino de Lekeitio alcanzó el citado templo, un lugar propicio donde refugiarse. Entró en su interior y comenzó a rezar todo lo que sabía, mientras oía los pasos del Diablo penitente de Lekeitio que se acercaban más y más. Sin embargo, por mucho que intentara acceder a la ermita de Oibar, no pudo por ser un recinto sagrado.

En ese instante, un fuerte golpe se oyó en la puerta del templo, proveniente del propio Maligno que con sus patas de cabra había intentado derribarla. Al ver que no podía penetrar en el edificio, se marchó y desapareció para siempre. Txili se había librado del Diablo penitente de Lekeitio, aunque tuvo que tragarse sus palabras de no tener miedo a los penitentes que cruzaban de noche por la localidad vasca. Para recordar el episodio, hasta hace pocos años, en la puerta de la ermita de Oibar, se podían ver unos agujeros que según la leyenda fueron provocados por las patas del mismísimo Diablo. Con el tiempo, tuvo que ser cambiada a causa de la carcoma, pero en la memoria de los más mayores todavía permanecía grabado a fuego la historia de cómo un atalayero llamado Txili se refugió atemorizado en aquel templo para huir del Mal en persona.

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Antigua entrada de la ermita de Oibar. En la puerta se pueden los agujeros, hechos por el Diablo penitente de Lekeitio, según la leyenda

La lamia que atormentó a un vecino de Lekeitio

En una primera sensación, la leyenda del Diablo penitente de Lekeitio posee un cierto carácter moralizante en un tiempo donde la religión regía los devenires cotidianos. Sin embargo, las raíces de la historia ocurrida a Txili pueden estar íntimamente relacionadas con una vieja creencia en unos seres mágicos que habitarían en muchos rincones de Euskal Herria. Hablamos de las lamias, esas criaturas descritas como bellas mujeres con patas de oca o colas de pez, que se embelesaban sus cabellos dorados con peines de oro.

Porque, si se sigue la senda que hay junto a la ermita de Oibar, se puede ver la cueva de Okamika, llamada popularmente como la «Cueva de la Lamia«. Y la llaman así porque, según la leyenda, en la entrada a la cavidad existe un hueco que los lugareños aseguran que son señales de las huellas de la lamia que habitaba en su interior. ¿A qué otras marcas pueden recordar? Exacto, a las de la puerta de la ermita de Oibar que habrían sido realizadas por el Diablo. Muchas leyendas sobre lamias, pasadas por el tamiz católico, se convierten en historias que tienen como protagonista al Maligno, en un intento de demonizar a una vieja creencia tildada de pagana.

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Cueva de Okamika, también conocida como ‘Cueva de la Lamia’, al lado de la ermita de Oibar

La cueva de Okamika, asimismo, es escenario de episodios que mezclan la realidad con la fantasía. Antón Erkoreka cuenta la historia de un lekeitiarra que habitaba en el caserío Urkitzaurrekoa y se dedicaba a transportar minerales desde las minas hasta la ferrería en su carro. En uno de esos viajes que realizaba, cuando pasaba por Gizaburuaga, una hermosa mujer se subió en la parte de atrás del carruaje. A aquel arriero no le importó, aunque vio cómo se esfumaba ante sus ojos cuando pasó delante de la iglesia de Gizaburuaga. Nada más pasar de largo el templo religioso, la bella dama volvió a surgir para desaparecer de nuevo al vislumbrar, esta vez, la ermita de Oibar. Tras dejar atrás el edificio, surtió de la nada la muchacha, por lo que el vecino del caserío Urkitzaurrekoa le preguntó qué le ocurría, a lo que esta se limitó a contestar con otra pregunta: «Dime, ¿eres amigo?».

El transportista de minerales asintió amablemente y la mujer afirmó que, en realidad, era una lamia. También contestó que si no le hubiera hablado de forma correcta, en un santiamén habría hundido a sus vacas y su carro en el fondo del río que atraviesa la zona. Posteriormente, la lamia se ocultó en la cueva de Okamika envuelta en llamas ante la cara aterrorizada del lekeitiarra.

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Caserío Urkitzaurrekoa, a las afueras de Lekeitio

El Humilladero de Atea que se construyó para denunciar un asesinato

Por otra parte, en la leyenda del Diablo Penitente de Lekeitio se ha mencionado al Humilladero de Atea. Este templete fue levantado en la época medieval en las afueras de la antigua población. Se encuentra en un cruce de caminos y custodia el denominado como «Cristo del Portal«.

La leyenda cuenta que el Humilladero de Atea fue mandado construir por los propios habitantes de Lekeitio para mostrar su repulsa ante un horroroso suceso que tuvo lugar en la localidad. Se relata que un familiar banderizo de los Adán de Yarza, la casa más poderosa de Lekeitio, llegó tarde a una misa que se iba a oficiar en el interior de la Basílica de la Asunción de Nuestra Señora. Al entrar al recinto sagrado, vio que el cura había comenzado la ceremonia sin esperarle. El familiar de los Adán de Yarza, que se enfadaba si algo no se hacía como él quería, esa misma noche, acudió a la casa del cura y lo asesinó cuando todo Lekeitio dormía. A la mañana siguiente, los vecinos se enteraron del crimen y rápidamente supieron quién había sido el asesino del cura. Es por ello que, para condenar el asesinato, decidieron crear un humilladero frente a los terrenos donde vivían los Adán de Yarza, donde actualmente se halla el Palacio de Zubieta, perteneciente a los descendientes de esta familia.

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Humilladero de Atea, en Lekeitio

Más allá de la leyenda que busca explicar el origen del Humilladero de Atea, la realidad histórica de su construcción también tiene un sentido mágico y misterioso. Está ubicado en un cruce de caminos y antiguamente no solo albergaba el Cristo del Portal, sino también una cruz de piedra hoy desaparecida (lo que los gallegos llaman cruceiro).

Estas cruces y humilladeros se colocaban en encrucijadas de caminos porque se creía que estos lugares eran puertas a otro mundo, al Más Allá. Era el emplazamiento donde se podía entrar en contacto con los espíritus o incluso hacer pactos con el Diablo. Por tanto, los humilladeros o cruceros eran situados en estos puntos como elemento de protección para los viandantes, que tenían que rezar a su paso una plegaria para no enfurecer a las ánimas del Purgatorio. De hecho, la tradición de rezar en el Humilladero de Atea se ha mantenido hasta nuestros días, donde era frecuente ver a los vecinos santiguarse cada ocasión que pasaban delante de él. O también, cuando alguien fallecía en Lekeitio, las comitivas fúnebres comenzaban en el Humilladero de Atea, donde se oficiaba una pequeña misa en honor a las almas en pena para después dirigirse a la Basílica de la Asunción de Nuestra Señora.

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Humilladero de Atea, donde aún se ve la peana de la antigua cruz de piedra en el suelo

La cruz del cura asesinado en el camino a la ermita de Santa Catalina

Otra leyenda similar donde el protagonista en un religioso asesinado tiene lugar en otro lugar de Lekeitio. En este caso, tiene como escenario la ermita de Santa Catalina, edificada en el cabo Antzoriz en la Edad Media y actualmente en ruinas.  Junto a la estructura del viejo templo que se conserva se alza imponente el faro que alumbra las aguas del Cantábrico de toda la zona.

Sin embargo, en el camino que une el centro de Lekeitio con la ermita de Santa Catalina, hay un detalle que salta a la vista para todos los que pasea por esta coqueta senda al borde de los acantilados. Es una lápida de piedra con una cruz grabada en su interior instalada a la orilla del sendero. Lápida a la que curiosamente nunca le faltan ofrendas florales.

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Ermita de Santa Catalina, en el cabo Antzoriz

Los más mayores narran que la cruz de piedra fue puesta para rememorar un crimen que se produjo en ese mismo lugar. Aseveran que en mayo de 1493, el cura de la ermita de Santa Catalina fue asesinado cuando bajaba desde el cabo Antzoriz hasta el pueblo por unos asaltantes de los que nunca se supo más. Le habrían quitado la vida por no estar de acuerdo en el pago de tributos, que además de impuestos incluían cabezas de ganado, varias fanegas de trigo y chacolí.

Lo curioso es que existen referencias al crimen del cura de la ermita de Santa Catalina. En la Anónima Descripción de Lequeitio se recoge que el religioso se llamaba Nicolás y que en el momento de ser asesinado llevaba «ropa larga, sobrepelliz y el cuello». Detalla que los asaltantes «salieron con lanzas, dardos y fallutos», dándole muerte en la senda donde actualmente se encuentra una cruz de piedra.

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Cruz de piedra que recordaría el asesinato del cura de la ermita de Santa Catalina

La Virgen de la Antigua que apareció en un espino blanco

Enigmas históricos, leyendas del Diablo y de criaturas míticas, cruentos asesinatos… Lekeitio es un bonito de vergel de misterios y magia. Y dentro de esa amalgama de historias no podía falta la figura de la Virgen, a quien se le atribuye una aparición prodigiosa en forma de talla románica en pleno casco histórico. Nos remitimos a la Virgen de la Antigua, que se conserva en la Basílica de la Asunción de Nuestra Señora.

La aparición de la Virgen de la Antigua todavía está muy presente entre los lekeitiarras como demuestra la devoción que ha despertado en ellos desde siempre. Su descubrimiento es datado en aquel «boom» de apariciones de imágenes marianas en la Europa medieval. Unos pescadores volvían de faenar cuando se percataron que en la playa de Isuntza había algo que las olas del mar habían traído hasta la orilla. No era ningún delfín varado de los que, de año en año, saltan alegremente frente a las costas; tampoco ningún náufrago que se había encaramado a una madera. Era una talla escultórica de la Virgen con un maforion oriental. Esto entronca que sostienen que las vírgenes románicas guardan una misteriosa relación con cultos anteriores al cristianismo provenientes de Oriente, véase la diosa Isis egipcia.

Los pescadores, perplejos y asombrados, se dirigieron a la playa de Isuntza para poner a buen recaudo la imagen de la Virgen de la Antigua. Pero la sorpresa aumentó cuando, tras llevarla al centro del pueblo, se dieron cuenta que la Virgen había desaparecido en extrañas circunstancias. Por este motivo, volvieron sobre sus pasos para ver si se les había caído durante el trayecto. Las caras de preocupación se transformaron en rostros de alivio al toparse con la imagen de la Virgen de la Antigua en su búsqueda, pero esta vez estaba sobre un espino blanco.

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Virgen de la Antigua de Lekeitio sobre el espino blanco

Sacaron la talla románica del espino blanco y retomaron su camino para resguardarla en el centro de Lekeitio. No imaginaban que de nuevo, al intentar trasladar la estatua, esta volvería a «fugarse». ¿Y dónde huyó? Está claro, al mismo espino blanco que la primera evasión. Comprendieron entonces que la Virgen de la Antigua quería instalarse allí y no en otro sitio.  Levantaron una pequeña ermita donde estaba el espino blanco para rendir culto a la talla románica, cuyo tronco del espino servía de peana.

Hay menciones históricas a la ermita de la Virgen de la Antigua, aunque todavía no se han localizado sus restos. Juan de Armiaux, beneficiado eclesiástico de Viana, aseguró en su Ramillete de Nuestra Señora de Codes que el espino blanco donde aparecía la Virgen de la Antigua estaba en lo que era el cementerio parroquial. A pesar de lo atestiguado por Juan de Armiaux, frente a la Basílica de la Asunción de Nuestra Señora hay un tronco cortado y entre barrotes en el que los lugareños afirman que fue el lugar exacto donde se escapaba de forma prodigiosa la talla de la Virgen. Actualmente, es conservada en la basílica sobre la recreación de lo que es un zarzal, en conmemoración de un episodio sobrenatural que mezcla realismo con devoción.

A la Virgen de la Antigua se le atribuyen varios milagros documentados. En primer lugar, en septiembre de 1718, los lekeitiarras rezaron una novena ante ella para que fueran librados de los ataques que sufrían estas costas  por parte de piratas; tras orar durante nueve días, los piratas levantaron su asedio a las costas vizcaínas. También se le atribuye su intercesión el 7 de septiembre de 1765 cuando acabó supuestamente con una sequía tras realizarse una rogativa y una procesión por las calles de Lekeitio, comenzando a llover tras cantar la «Salve». Algo parecido ocurrió en 1767, año en que una fuerte epidemia asoló a los vecinos durante nueve meses; los enfermos fueron llevados a la isla de Garraitz para que no contagiaran a las demás familias, mientras sacaron en procesión a la Virgen de la Antigua; al parecer, ante la atónita mirada del médico del pueblo, al día siguiente una treintena de enfermos no presentaron rastro alguno de la enfermedad.

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Tronco donde supuestamente aparecía la Virgen de la Antigua

Las tradiciones más desconocidas que tuvieron lugar en Lekeitio

La creencia en la Virgen ha estado muy arraigada en la localidad vizcaína. Por ejemplo, José Miguel de Barandiarán cita que en el monte Kurlutxu, justo detrás del caserío Vistalegre, hay una piedra con lo que parecen dos pisadas humanas a las que los vecinos llaman como «Ama Birgiñen pausuek» o «Los pasos de la Virgen«, al haber sido presuntamente creadas por ella. En estas hendiduras, según Barandiarán, los que pasaban por allí tenían la costumbre de apoyar sus pies porque así evitarían callosidades y ampollas. Lo cierto es que en una finca aledaña, hace poco se colocó la estatua de una Virgen, que se puede ver desde la carretera que lleva a la playa de Karraspio.

Queda patente, por tanto, que las historias anteriormente contadas crean una especie de colofón en el acervo tradicional, de incalculable valor para que una comunidad no esté abocada a desaparecer. Lekeitio cuenta con gran cantidad de tradiciones, que continúan o que desgraciadamente se han perdido, donde el pensamiento mágico y lo sobrenatural están presentes.

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Estatua de la Virgen en una finca del monte Kurlutxu, en Lekeitio

La tradición más famosa de Lekeitio quizá sea la de los Gansos de San Antolín, por la polémica que siempre ha despertado, que posiblemente sea una reverberación de los sacrificios animales que se realizaban en épocas lejanas. Pero hay tradiciones totalmente desconocidas como y casi perdidas como la de invitar a tres chiquitos por parte del pescador que conseguía capturar un «pez de San Pedro«. Se decía que el primer pescado que atrapó San Pedro era uno de estos ejemplares y que tras ello invitó a sus amigos a vino; también lo llaman «pez de San Pedro» por la mancha característica que tiene y que recordaría a la moneda que el santo tomó de un pez tras Jesucristo ordenarlo que pagara unos impuestos que le reclamaban. Viendo la veneración que ha desatado San Pedro entre los marineros lekeitiarras, no es extraño que llevaran a cabo tal celebración.

Hasta hace relativamente poco, a la ermita de La Magdalena de las afueras de Lekeitio, acudían enfermos de la garganta para curarse. Guruzti de Arregi rememora que se ataban al cuello un cordón durante nueve días, iban a la ermita tras pasar estos y finalmente tiraban el cordón; o solían ir al templo a bendecir fruta, caramelos o maíz que luego daban como alimento al ganado. O en la ermita de San Juan Talako, a la que llevaban a niños «llorones» para que dejaran de serlo durante nueve días consecutivos en silencio, dejando tendido al bebé sobre el altar, mientras se rezaba un rosario. Son tradiciones que, como las leyendas y secretos, se resisten a ser olvidadas por un Lekeitio que quiere seguir siendo uno de los emblemas del Euskadi mágico y fascinador.

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Ermita de La Magdalena, donde los vecinos de Lekeitio acudían a curarse enfermedades de la garganta